La Divinidad ha concedido a los Zayas el privilegio de pertenecer a una de las familias que originalmente poblaron la Isla de Cuba, de las cuales solamente han subsistido 27. De todas éstas y las que se establecieron en esta isla durante los 200 años siguientes a su conquista, sólo la nuestra afirmaba descender de la Casa Real de Aragón, alegando descender de Jaime de Zayas, nieto del Infante Don Jaime de Aragón.
Mucho se ha escrito desde entonces por los diferentes historiadores y por los genealogistas, tanto españoles como cubanos. Como crónica de la familia, la más antigua que conocemos es la de un pariente llamado Alonso de Zayas y Montero de Guzmán (el nº 102) que escribió sus memorias en 1580, llamándole: Genealogía y Derivación del muy Ilustre Apellido de los Señores Zayas.
La copia que poseemos fue tomada de los archivos del Duque de Alburquerque, quién es también un descendiente del mismo tronco. La siguiente fuente manuscrita más antigua que hemos podido localizar es la Historia de Écija, por Alonso Fernández de Graxera, escrita por 1610. En esta obra Graxera señala el origen del fundador de nuestro linaje de la siguiente manera: «.don Jayme de Aragón y de Çayas, hijo del Conde de Urgel y nieto del Rey don Alonso de Aragón». El original de esta obra se encuentra en la Real Academia de la Historia, en la colección de Luis Salazar y Castro, con la signatura H‑44 la actual 9/567. La segunda obra manuscrita que conocemos es la Historia de Córdoba, por Andrés de Morales y Padilla, escrita a partir del año 1625 al 1649. El original de este manuscrito se encuentra en el ayuntamiento de la ciudad de Córdoba. Otra copia a la letra se encuentra en la Real Academia de la Historia, en la colección de Salazar y Castro, en los tomos H‑11 y H‑12 con la signatura moderna: 9/534 y 9/535. Hay otra copia en la Biblioteca Nacional de Madrid, su signatura es: 3.270 y 3.271. Morales acerca de nuestro origen dice lo siguiente: «.Jaime de Aragón que llamaron de Çayas por haberse criado cerca de dicho solar y de él vienen los caballeros Çayas de Córdoba y Écija.».
Ni las obras que hemos mencionado, ni ninguna de las otras que igualmente hemos consultado nos brindan detalles más explícitos acerca del origen del progenitor de nuestro linaje. Lo inexplicable, es que los genealogistas, incluso los de la familia, se hayan contentado con un origen tan vagamente establecido. En esta obra hemos profundizado y escarbado recónditamente hasta satisfacer nuestras inquietudes, corroborando y documentando todas las alegaciones de nuestros abuelos, cubanos y españoles. Dejamos aclarada cualquier duda que pudiese haber existido en cuanto al origen de nuestro linaje. Demostramos que la antigüedad del linaje ZAYAS es mucho mayor de lo que le adjudican los conocidos escritores. Descartamos las malas interpretaciones acerca de nuestra heráldica, basándonos en lo que consideramos ser las más fidedignas y oficiales fuentes que hemos encontrado en el transcurso de nuestra investigación.
Típicamente, las obras genealógicas, además de ser algo aburridas y monótonas, van dirigidas solamente a las más brillantes líneas de cuya familia se trata, desechando a las ramas pobres, campesinas, etc., que por los infortunios del destino perdieron su posición en el mundo económico y social. Los incontrolables altibajos por los caminos de la vida, pueden provocar la venida a menos de cualquiera línea de una familia. El revenimiento, sólo depende del poder genético que corra por sus venas. Si la rama decaída deriva de matrimonios de favorable composición genética, inexorablemente sus futuras generaciones emergen. Al contrario, por descollante que sea el linaje, los descendientes que se desprendan de uniones descompasadas, quedan ineludiblemente condenados al declive. Debe ser ésta una de las primordiales razones de conocer nuestra ascendencia y la de nuestros futuros cónyuges. Ciertamente que «Por el árbol habremos de conocer el fruto.»
En esta obra hemos roto la barrera de las tradiciones y la monotonía que a éstas acompaña; manteniendo una mente abierta y laborando lo más científicamente posible. Hemos hecho todo lo que estuvo a nuestro alcance para que todas las ramas de la familia quedasen debidamente identificadas. Los más destacados con sus méritos y los menos afortunados sin ellos, pero, en su lugar correspondiente según el grado de consanguinidad de cada cual. Después de todo, la Nobleza, ni se compra ni se vende, ni se guarda en los bancos. Nos la concede Dios y fluye por nuestras venas para con el transcurso de los siglos convertirse en Hidalguía. La peor pobreza, la verdadera, es la del espíritu. ¿Es que, no es acaso la finalidad del noble, del verdadero hidalgo, guiar, educar e instruir a los menos válidos? ¿Ennoblece la soberbia?
Considerando la genealogía como ciencia paralela con la historia, hemos enfatizado sobremanera en los datos biográficos, pues, así se apreciará durante el transcurso de este libro, como nuestro linaje por la gracia absoluta del Creador ha podido destacarse continuamente en las páginas de la historia, generación tras generación, en todas las regiones donde se ha asentado. Queridos lectores, lejos de pura casualidad, el sobresaliente resultado es únicamente factible por continuadas alianzas matrimoniales muy bien seleccionadas.
Durante los años que pasamos preparando esta obra, muchas de las personas a quienes tuve el gusto de entrevistar, me hicieron algunas preguntas las cuales casi siempre coincidían. Como tengo el pobre hábito de no llevar notas, dependiendo de mi memoria les narraré en los próximos párrafos los detalles que quizás satisfagan las interrogantes.
Desde muy temprana edad y sin temor a equivocarme, pudiera afirmar que desde que tuve uso de razón, me he interesado por los asuntos de nuestra familia. Claro que siempre igualmente me han gustado los temas de historia, especialmente los de mi patria. En la niñez escuchaba atentamente a los mayores cuando narraban todas las anécdotas de la familia. Cuando uno es tan joven, aunque aparentemente no le presta la atención debida a esos asuntos, algo queda grabado en el subconsciente. Según fui creciendo me fui dando cuenta que no venía de una simple familia, como ésas que pasan por el mundo sin que se sepa que han pasado. Mi familia había dejado huellas, huellas muy palpables aún, pues, la guerra de independencia apenas había terminado con el siglo pasado. Muchos de nuestros parientes combatieron en esas diferentes gestas libertarias, destacándose entre ellos, Alfredo, primo hermano de mi bisabuelo, quién llegó a la presidencia del país en 1921 y su hermano Juan Bruno, muerto en combate siendo el General más joven de dicha guerra.
Habiéndome criado en «Cervantes», una finca propiedad de mi abuelo paterno, perteneciente al municipio de Jaruco en la provincia de La Habana, hasta los ocho años más o menos no había atendido a ninguna otra escuela, mas que a la casa de una señora llamada Lea Cervera, en la vecina finca del «Fénix». Asistía diariamente a la improvisada escuelita, al principio sobre las ancas de un viejo caballo trotón, que por su avanzada edad había sido dado de baja de la Guardia Rural y ahora era propiedad de un capataz que mi viejo tenía en la finca, llamado Reinaldo. Por mi insistencia, muy pronto era yo todo un jinete. Entonces me permitían cabalgar en mi propia yegüita, siguiendo de más cerca de lo que yo hubiera querido, al capataz y a su desahuciado corcel, el cual iba todo el camino cubriendo su retaguardia con periódicas exhalaciones de los peores imaginables olores, producto de las más aromáticas yerbas que la campiña cubana le pudiera ofrecer. Según mis recuerdos, era un hombre pequeñito que siempre usaba un casco tipo «Jim de la Selva». Parecía una hormiguita encima de aquella enorme bestia. ¡Muy folclórico todo aquello! En esa zona éramos los únicos ZAYAS, y la importancia de nuestra familia, tanto paterna como materna era notoria. A la temprana edad de ocho años, mis padres decidieron que para que mi hermano y yo pudiéramos recibir una buena educación tendríamos que trasladarnos a alguna población donde la instrucción fuera un poco más asequible. Así que por el año 1952 más o menos nos mudamos para Bainoa. Allí vivíamos, en una vetusta casa propiedad de mi abuelo Enrique, a la que él pintorescamente había bautizado con el nombre de «Villa Gurrumina», ¡Cosas de abuelo! Era un pueblecito con apenas una o dos calles asfaltadas, pero que al menos contaba con una estación de ferrocarril, lo cual facilitaba el viaje a los planteles en las poblaciones algo «más civilizadas», y un terraplén lleno de baches al que osaban llamarle carretera, que le comunicaba con Jaruco, pueblo de superior importancia.
En Jaruco, mi ciudad natal, una de las calles principales lleva el nombre de mi bisabuelo, José María Zayas Baquero, por haber sido éste el primer alcalde de esa población a la instauración de la república en 1902. Ocupó este cargo cuatro veces y en 1922 fue electo a dicha autoridad, su hermano Juan Bruno. Ambos fueron médicos, único en el pueblo, cada uno en su tiempo. En el colegio de los «Hermanos de La Caridad» de esta ciudad, fue donde alcancé mis primeras experiencias urbanísticas. Siendo un guajirito, no acostumbrado a socializar con tanta gente, me chocó un poco el cambio. Los muchachos del pueblo eran algo más dinámicos y el ajuste no me fue fácil. Se fijaban hasta del caminar de uno, se burlaban, pues parece que la gente del campo camina diferente a la del pueblo, de modo que «Cuando en Roma haz como los romanos». Me adapté. Posteriormente, viviendo en la capital, podía distinguir a los poblanos también por su modo de andar. ¡Asuntos coloquiales!
Siempre que comenzaba en una nueva escuela, me esperaba un corrillo, a manera de recepción, pues, acababa de ingresar «un miembro de esta distinguida familia etc.». Los profesores me relataban anécdotas de mi familia y me daban un trato algo reverencial, que confieso: no era de mi agrado. Todos venían a hacer preguntas y a observarme como si fuera un extraterrestre.
Por el año 1960, a finales quizá, mi padre comenzaba a ser hostigado por la hueste del flamante tirano de turno; mi hermano también se había tenido que asilar en la embajada de México y mi madre quedó en Jaruco en casa de su padre, mi inolvidable abuelo Portilla como le llamábamos todos, incluso los que no tenían ningún parentesco con él. Quedando la casa desmantelada y en espera de poder partir hacia el extranjero me enviaron para La Habana a casa de mi abuela Angélica. Mi abuelo ya había fallecido en el 59. Contaba a la sazón con 14 años de edad, y mi inarmonía hacia las acaecidas y compulsorias normas podría haberme ocasionado indeseables contrariedades con la nueva clase dirigente; fue esa la razón de enviarme a La Habana. Allí en casa de abuela vivía su hermana Paulina Fernández de Castro y Zayas. Me sentí identificado con mi tía abuela e hicimos una gran amistad. Se decía que estaba algo «chiflada». Quizá, pero a su manera. «De poeta y de loco todos tenemos un poco». Era una mujer sumamente inteligente, brillante. Hablaba varios idiomas, era filósofa, además de espiritualista. Como me había negado a asistir al colegio, pues me chocaba la extraña doctrina que comenzaban a impartir lo nuevos profesores, me dediqué a andar para todas partes con mi tía Paulina. A ella le agradezco principalmente el arraigo que tengo por mis raíces familiares. Llevaba siempre al cuello, un relicario donde portaba una fotografía de mi tatarabuelo Juan Bruno Zayas Jiménez, a quien ella veneraba mucho, pues, decían que era espiritista y que mucha gente se curaba con él etc. Era médico naturalista y él y su hermano José María Zayas Jiménez fueron de los fundadores de la Academia de Ciencias de La Habana. Como ella era creyente de esa filosofía y, además, era su abuelo, se sentía muy orgullosa de llevarlo siempre consigo. Antes de morir me envió el retratico que aún conservo con mucho amor. Tanto mi abuela Angélica como mi tía Paulina, y mi tía abuela, Alicia Zayas Ruiz, mi madrina, hermana de mi abuelo Enrique, constantemente me contaban las hazañas de la familia. Tengo que decir que me daban una formación al estilo de antes. Mi madrina era una mujer extremadamente recta y sumamente orgullosa de la familia, todavía recuerdo vivamente sus regaños y sus sanos consejos. De los momentos más agradables que recuerdo haber tenido con ella fue cuando a muy temprana edad me enseñó la letra de nuestro glorioso «Himno Invasor». Es desconcertante ver como en la nueva sociedad se van perdiendo aquellas normas. ¡O tempora! Cualquier tiempo pasado fue mejor.
Al salir de Cuba con sólo 15 años, me llevé en los bolsillos algunos recuerditos de familia. Posteriormente mi abuela Angélica y tía Paulina me enviarían recortes de periódico con artículos concernientes a los ZAYAS, siempre muy halagadores. ¡Ni la «Revolución» les olvidaba!, ¡qué fortuna! Así, inconscientemente, fui recopilando material que luego nos resultara de alguna utilidad en la preparación de este libro. Más tarde fueron llegando retratos y documentos, que mi madre, conociendo mi afinidad por las antiguallas, me daba a guardar, segura de que no se extraviarían. A las pocas semanas del destierro tuve la suerte de conocer a la que al poco tiempo resultó ser mi esposa; madre de mis hijos y tutela moral de nuestro hogar, quien a pesar de ser de diferente extracto, por ser de nacionalidad americana, se aplatanó de manera increíble a nuestras costumbres, pasando a ser más que una esposa o madre, una hermana. Mi padre, que siempre había querido tener una hija, convirtió a mi entonces novia en su niña mimada. ¡De algo tenía que servir este exilio! Pasadas varias décadas del éxodo, tanto mi mujer como yo y por supuesto mis padres, logramos infundir en nuestros hijos el orgullo familiar que ha sido traspasado de generación en generación durante varios siglos, logrando unos hijos de buenos modales y cultos, gente de bien; algo extremadamente difícil de lograr en esta sociedad en picada y tan carente de moral y cívica en la que vivimos.
Por el año 1990, hacia las Navidades, mi segunda hija, «Kiki», a quien se le ha arraigado con mayor fuerza nuestro legado familiar, me hizo un regalo de mi máximo agrado. Se trataba nada más y nada menos que del árbol genealógico del que tanto yo les había hablado, aunque nunca lo había visto. Era un libraco, o sea, fotocopia que ella había logrado conseguir después de una larga pesquisa en la cual fue asistida por mi madre. «La vieja», como solíamos llamarle, que a la sazón contaba con unos 70 años, conocía a todos los «veteranos» de la familia, de quienes yo sólo sabía por referencia. El español de mi hija no andaba del todo bien, pues, su lengua natal es el inglés, así que la cantidad de llamadas telefónicas que hizo por toda la nación debieron haberle brindado una buena oportunidad para practicar. Mucho mérito le doy por su tenacidad, «lo heredado no es robado». Se trataba de la obra que José María Zayas Portela con tanto esfuerzo venía realizando hacía muchas décadas. Habían transcurrido unos 20 años de la muerte de «Pepe» y el «árbol» se había echado al olvido. Nadie se ocupaba de llevar las crónicas de la familia ya. Al ojear esta obra, la cual después me he dado cuenta que estaba en un estado algo primitivo, me emocioné y dije a mi hija, -«Cuando regrese de mis vacaciones en Santo Domingo tenemos que hacer algo. No podemos permitir que se pierda toda esta información que con tanto trabajo nuestros antepasados nos han dejado». A mi regreso me reuní con «Kiki» para planificar nuestra estrategia. Me enseñó a manejar la computadora, animal raro y muy amedrentador. Pensamos que esta tarea nos tomaría aproximadamente un año ¡Qué equivocados estábamos! En el momento en que escribía estas líneas, habían pasado alrededor de nueve años y medio a razón de 4 horas diarias, y aunque creíamos que nos estábamos aproximando al fin, todavía no habíamos podido fijar punto final a nuestra obra. Comenzamos entonces por comunicarnos con los familiares más cercanos para actualizar las líneas más conocidas. Nos fuimos dando cuenta que todos los ZAYAS salíamos de un mismo tronco y, entonces decidimos dejar comprobada esa tesis, sin imaginarnos lo que nos esperaba. Aunque no hemos podido aún enlazar a todos los ZAYAS del mundo, considero que nuestro esfuerzo, no sólo cumple con los deseos de nuestros parientes que nos precedieron en estos menesteres, sino que deja una base muy sólida y abre puertas a los nuevos investigadores. No únicamente a los que lleven el apellido ZAYAS, pues en nuestras páginas queda plasmada también, copiosa información concerniente a los múltiples linajes que por centurias se han vinculado con el nuestro. Sus deudos también recogerán el beneficio.
Sin saber absolutamente nada de esta ciencia que es la genealogía, empezamos, como diría mi profesor de esta materia el Dr. Enrique Hurtado de Mendoza, «dando palos a ciegas». Pues, de ese modo descubrimos una obra que resulta ser la base para todo genealogista cubano. Se trata de: Historia de Familias Cubanas, del Conde de Jaruco. Esta obra de nueve extensos volúmenes, fue primeramente, minuciosamente revisada por mi esposa, marcando página por página donde se encontraba un ZAYAS, para luego ser estudiadas por mí. Éste fue el primer aporte de Dianne, dedicándose después a visitar cementerio por cementerio de la ciudad de Miami, donde se daba sus tremendas caminatas tomando notas y fotografiando las placas de los sepulcros, lo que a su tiempo según ella, le servía de un buen ejercicio. En el transcurso del tiempo descubrimos, también gracias a mi mujer, la existencia en la Universidad de Miami de un departamento de colecciones especiales, donde tienen a su custodia bibliotecas privadas, que han sido legadas a dicha entidad por importantes personalidades del exilio cubano. Allí nos encontramos con la inmensa colección del Dr. David Masnata, brillante genealogista cubano. De sus libros y especialmente de sus apuntes y diagramas conseguimos grandes beneficios, por lo que le agradecemos post mortem su inapreciable interés por nuestro linaje. En esta colección nos tropezamos con variadas obras inéditas, entre ellas, una de gran valor es la del Ingeniero Alberto Ferrer Vaillant, extraordinario genealogista camagüeyano. Aunque en ese momento no hallamos su capítulo ZAYAS, los demás capítulos de las familias entrelazantes nos fueron de sumo provecho. También nos fue de utilidad, el Libro Verde de Camagüey, obra inédita, adjudicada al Presbítero Victorino Caballero, muerto a manos de algún aludido parroquiano, insatisfecho con dicha publicación. Encontramos el libro Bayamo del Capitán Pedro Prado y Pardo, obra inédita que habla de las familias de esa ciudad desde 1512 a 1775. Meramente hacemos referencia por el momento a las fuentes que consideramos más sobresalientes, para darle al lector una idea de la riqueza informativa con la que hemos compuesto esta obra. Al final, en su lugar correspondiente, podrán encontrar toda la extensa bibliografía en detalle.
Al cabo de un año más o menos, habíamos realizado muchas entrevistas. Ya personales, como telefónicas cuando se trataba de parientes que vivían en el extranjero o en otros estados lejanos. Navegábamos con viento en popa. Recibimos entonces la grata visita de Alfredo Zayas Rozos, hijo del inolvidable «Pepe», a quien todos los ZAYAS debemos votos de gratitud. De su obra se concibe la nuestra; nace mi inspiración, mi verdadera concienciación y compromiso moral a confeccionar este extenso trabajo. «Alfredito» me mostró el libro que su padre nunca pudo terminar. La emoción me alentó para seguir adelante. Antes de regresar a Suiza donde ejerce su carrera de abogado, tuvo la gentileza de presentarme al Dr. Enrique Hurtado de Mendoza y Pola, quien ha sido el fiat lux que nos ha guiado y nos ha enseñado la metodología a seguir para lograr los resultados más positivos en la tediosa tarea de la investigación histórico‑genealógica. Enrique, además de guiarnos, nos ha honrado con presentarnos vía carta a, nuestro querido amigo, Carlos Joaquín Zerquera y Fernández de Lara, gran historiador de la ciudad de Trinidad, de nuestra desventurada isla de Cuba, la tierra de mis ensueños y cuna de nuestros abuelos. Desinteresadamente, como excelente genealogista que es, tuvo la bondad de enviarnos letra a letra, partida a partida, con sobrenatural esfuerzo, toda la información de la antiquísima Parroquial Mayor de esa ciudad. A él le debemos toda la gran rama trinitaria.
A instancia de Enrique, comenzamos a pedir expedientes a los diferentes archivos de España, los cuales nos tomaron largos meses para poder descifrar. Pero, deo gratias, y a nuestra perseverancia, vencimos todas las barreras y hemos logrado documentar las bases fundamentales de nuestra obra, brindándole al lector y al estudioso una fuente fidedigna para comenzar cualquier futura investigación. En el decurso de nuestra investigación, haciendo llamadas al azar, tuvimos la gran suerte de conocer al querido pariente camagüeyano, el Dr. Luis de Zayas y Ávila, quien preliminarmente nos dio muchos datos que sacaba del archivo de su estupenda memoria, y algunos meses más tarde nos haría presente de una magnífica recopilación escrita a máquina, de su inmensa línea. Se trata nada menos que de la descendencia completa de él y de sus 19 hermanos, más las descendencias de los hermanos de su abuelo. De igual manera tuvimos el placer de conocer a Armando de Zayas y González, «un Zayas cualquiera», como él mismo suele llamarse; contribuyente principal de la rama de Holguín. Nos aportó fotografías y datos de gran importancia, además de habernos puesto en contacto con muchos parientes de aquí y dentro de Cuba.
Otro gran aporte lo han brindado, los hermanos Zayas‑Bazán y Perdomo, muy en especial mi inseparable y querido Orestes, mi gran amigo, quien ha sido la punta de lanza entre la rama Zayas‑Bazán camagüeyana, el cual también nos facilitó el escudo que usamos en esta obra. Gracias a Orestes, que casualmente se tropezó con un pariente dominicano, pude conocer a Ana María Muñoz y Zayas‑Bazán, dominicana, la que nos dio el primer indicio para continuar con la investigación en la República Dominicana. En Santo Domingo le tenemos que agradecer al Dr. Celso Pavón y Moni, abogado y gran amigo al que contacté en busca de ayuda, y desprendidamente me respondió «presente», poniéndome al habla con nuestro queridísimo pariente Lorenzo Zayas‑Bazán y Hernández, ya desaparecido, a quien debemos la inmensurable cooperación para ensamblar la olvidada rama dominicana. También representó un gran papel en esta parte de la investigación, la espontaneidad y cooperación de los sacerdotes y de los empleados de la iglesia de San Pedro de Macorís, quienes sin ningún tipo de reparo, pusieron sus libros a nuestra entera disposición. La iglesia de los Mormones, además de sus microfilms que pusieron a nuestro alcance, haciendo posible mucha investigación de Puerto Plata y otras regiones donde pensamos pudiesen haberse asentado algunos ZAYAS procedentes de Cuba, nos brindaron las anotaciones privadas del Conde de Jaruco, que a nuestro entender fueron donadas a dicha institución a la muerte de éste, por su hija. De estos libretones, que incluyen testamentos, matrimonios, bautismos, defunciones, etc., pudimos copiar abundante cantidad de datos que nunca se llegaron a publicar en su antes mencionada obra Historia de Familias Cubanas.
Al Historiador de la ciudad de Camagüey, al desaparecido amigo Gustavo Sed y Nieves, debemos páginas y páginas de información que complementan grandemente este trabajo, sin él no se hubiera podido cotejar las extensas ramas camagüeyanas. En la ciudad de La Habana agradecemos al señor Efraín Lara y Cagigas la compilación de todos los libros de las muchas parroquias de esa ciudad. También colaboraron con nosotros: en Santiago de Cuba, el Dr. Roberto Lenzano y Seguí, a quien el entusiasmo en esta empresa lo ha convertido en un investigador de primera categoría, serio y acucioso; además de un aliado insuperable. A su primo, el Ingeniero José Lenzano y López de la ciudad de Holguín, también debemos harta colaboración. En Bayamo, el pariente Arturo Zayas-Bazán y Baltres nos aportó fantásticos datos históricos, además de deberle la investigación en el ámbito eclesiástico. La provincia entera de Pinar del Río la investigó la señora Genivera Hernández y Valdés, de San Luis, con la que sostuvimos larga correspondencia. En la provincia de Matanzas contamos con el valioso aporte de la Ingeniera Edenia García y González, archivera de la Catedral de esa ciudad, también convertida en ferviente investigadora. Ah, en la madre patria, no podemos dejar de mencionar al Profesor Antonio Parejo y Barranco, Catedrático de la Universidad de Málaga, que desprendidamente prestó su valioso tiempo a organizar y supervisar toda la investigación realizada en Antequera por su alumna, la Licenciada Mercedes Fernández y Parrada.
Por último, pero no menos importante, agradecemos el aporte individual a todos los miembros de la familia, que tan generosamente nos regalaron preciosas horas de paciente e imprescindible colaboración. Sin ellos, sin sus cuantiosas anécdotas, sin su participación, no hubiera sido posible este memorial, y nuestro esfuerzo aunque tenaz habría quedado exhausto en el camino.
A los lectores, a quienes haya abrumado con mis remembranzas, mis disculpas. Creí necesario que conocieran del autor, de sus orígenes y su desarrollo, de su amor, admiración y respeto hacia sus raíces; hacia las tradiciones de la familia, mobilis unicus de esta obra. Gracias por la infinita paciencia que me han dispensado.
Sólo me queda pues, desearles a todos que puedan degustar de esta obra, tanto como nosotros los que en ella participamos hemos disfrutado cada minuto de esta larga faena.