En memoria al Generalísimo Máximo Gómez

EN MEMORIA AL GENERALÍSIMO MÁXIMO GÓMEZ

Juan Bruno Zayas de la Portilla
Autor de Orígenes

En vísperas al 20 de mayo, otro aniversario de la instauración de nuestra República, esgrimirán la pluma infinidad de compatriotas en conmemoración a tan eximia fecha. Torrencial de hombres y mujeres dedicaron lo mejor de sus vidas a la liberación de nuestro pueblo; de algunos se ha escrito ya mucho y otros, por esas cosas de la vida, se han quedado en el tintero, y en esta ocasión probablemente sucederá lo mismo. Por eso he escogido a quien considero se merece mucho más tributo del que le hemos dado.

En un pequeño caserío en el sur de la querida Isla de Santo Domingo, en Baní, un pueblecillo de ganaderos, el 18 de noviembre del año 1836, del matrimonio de Andrés Gómez y Guerrero con Clemencia Báez y Pérez, vio la luz por vez primera un muchachito sin el cual no se podrá jamás escribir la historia de nuestra amada patria cubana. El más notable militar de las gestas independentistas de Cuba; Maestro de los Grandes y último adalid de la emancipación de América, a quien el Cura del pueblo, como por iluminación de la Divina Providencia, que le vaticinara el fulgurante porvenir del recién nacido, le bautizara con el nombre de Máximo.

Nace nuestro héroe en humilde cuna, de padres honrados y bondadosos; en un hogar ejemplo de moralidad. El Cura que lo bautizó, Andrés Rosón, fue su único maestro, de quien recibió una enseñanza muy elemental, primordialmente religiosa. De modo, que sus elocuentes cartas y sus profundos pensamientos son intrínsecos de su vehemente naturaleza y de su inmensurable espiritualidad, no el producto de una educación formalmente planificada.

En 1822 Haití ocupa a Santo Domingo hasta 1844, año en que los dominicanos se insurreccionan y logran su independencia. En 1856 un fuerte contingente de haitianos comandado por Souluque, “Emperador de Haití», invade nuevamente el territorio dominicano y el joven Máximo Gómez, que contaba a la sazón con 19 años de edad, se incorpora a las milicias para defender a su rincón natal. Doña Clemencia, agobiada, acude a su esposo para que interceda y evite la posible pérdida del hijo amado, último vástago agnado de la familia; a lo que el anciano lejos de disuadir al intrépido joven, respondió: «Dejadlo acudir al llamamiento de la patria, ya que yo soy tan desgraciado, que por mi edad y mis achaques, no les son útiles mis servicios». En la sangrienta batalla de Santomé (22 de diciembre de 1856), definitiva derrota de los haitianos, estrena el filo de su machete nuestro aguerrido protagonista. Empero, ahí no termina la cosa, las guerritas continúan, tanto exógenas como endógenas, hasta que en 1863 el caudillo Santana, cansado de tantas luchas, pide la anexión a España y el Ejército Dominicano, del cual Máximo Gómez ostentaba el grado de Capitán, jura banderas con las fuerzas de la metrópoli a las cuales se une bajo el nombre de «Reservas Dominicanas». Este contubernio no duró mucho tiempo ya que la madre patria comenzó de nuevo con las suyas. Finalmente, en 1865, los dominicanos rompen los nexos con los españoles y las tropas de España, entre ellas, el ahora Comandante, Máximo Gómez con su madre y sus dos hermanas abandonan el territorio dominicano con rumbo a Santiago de Cuba.

Lugar donde vivió Máximo Gómez al llegar a Cuba.

El 20 de julio de 1865 arriba a tierra cubana y observa con profundo dolor el maltrato que recibían los negros esclavos. Esto era algo totalmente nuevo para él ya que en Santo Domingo no conoció la esclavitud ni hubo nunca conflicto de razas. Inmediatamente tuvo un encontrón con su superior, el General Juan José Villar, Jefe de la Expedición de Santo Domingo, a quien presentó inmediatamente su renuncia del cargo que ostentaba en las fuerzas armadas españolas. En 1867, al serle aceptada su renuncia, se establece, con su anciana madre y sus hermanas, en un humilde bohío del poblado del Dátil, perteneciente a la jurisdicción de Bayamo. Es allí, en enero de 1868, donde hizo su «compromiso formal» con la Revolución Cubana. Organiza una partida de 400 hombres con la que se apodera del poblado, incorporándose al Ejército Libertador con el grado de Sargento. Comenzó a destacarse inmediatamente, enseñándole a los mambises sus tácticas guerrilleras y el uso del machete, arma fundamental del insurrecto cubano, a la que tanto llegaron a respetar los soldados españoles. En 1870, al morir Donato Mármol, es nombrado Jefe del Distrito de Cuba (hoy Santiago de Cuba). En 1872, por su indomable carácter, se niega a cumplir una orden de Carlos Manuel de Céspedes, Presidente de la República en Armas, y es destituido, retirándose a las montañas con una docena de hombres; toma su lugar Antonio Maceo. En 1873 cubre la vacante que dejaba Ignacio Agramonte «El Bayardo», al caer en combate en Jimaguayú, y hace las paces con Céspedes. Avanza por todo el territorio camagüeyano con innumerables y resonadas victorias como «La Sacra», «Palo Seco», «Las Guásimas», muchas para enumerarlas. En 1875 cruza la Trocha de Júcaro a Morón y continúa hacia Las Villas, siempre al frente de sus tropas, dando ejemplo de patriotismo y gallardía.

Llega el año 1878, viene el Pacto del Zanjón (10 de febrero) y termina la larga y azarosa guerra. Muchos se acomodan y reciben prebendas del Gobierno Español, representado por el caballeroso (dicho sea de paso) General Arsenio Martínez
Campos. El día 27 de febrero, en Vista Hermosa, Camagüey, se entrevistaron el harapiento guerrillero Gómez y el lustroso y flamante Martínez Campos; primera vez que se ven. Martínez Campos le dice: «Pida, pida por esa boca, porque excepto la mitra del Arzobispo, todo se lo puedo dar». Contestole Máximo Gómez: «sólo quiero pedirle un barco para que me lleve a Jamaica donde está mi familia». Martínez Campos: «¿Cómo? usted no debe, no puede irse; yo necesito hombres como usted para la obra de reconstrucción del país y consolidar la paz». Continúa el diálogo, Martínez Campos le dice que no podía irse con esa ropa miserable, que le podía prestar la cantidad que necesitare, que luego se la podría pagar cuando quisiese o pudiese. Entonces se incorpora Máximo Gómez y le responde: «General, no cambio yo por dinero estos andrajos que constituyen mi riqueza y son mi orgullo; soy un caído, pero sé respetar el puesto que ocupé en esta revolución, y le explicaré. No puedo aceptar su ofrecimiento, porque sólo se recibe, sin deshonor, dinero de los parientes o de los amigos íntimos, y entre nosotros, General, que yo sepa, no hay parentesco alguno, y por la otra parte, es esta la primera vez que tengo el honor de hablarle». Al rato, Gómez saca un pañuelito que llevaba en la polaina y cuando se disponía a usarlo, Martínez Campos se lo arrancó de la mano, diciéndole: «Ya que no quiere usted aceptar nada de nosotros, déjeme esto, de lo poco que tiene, para conservarlo de recuerdo». A lo que Gómez contestó: «Con gusto se lo doy, y, no obstante ser tan poco, es mucho, porque no tengo otro».

El 6 de marzo de 1878, agotado por la larga contienda, pobre, abatido y haraposo, pero indoblegable como nuestras palmas, insobornable e incorrupto, idóneamente con la frente muy en alto, se retira el Generalísimo a Jamaica donde lo esperaban, su mujer, Bernarda del Toro (Manana) y sus tres hijos. Sale de Niquero a bordo del cañonero español que lo conduce a su destierro; mira hacia la costa cubana y dice : «¡Adiós Cuba, cuenta siempre conmigo mientras respire, tu guardas las cenizas de mi madre y de mis hijos, y siempre te amaré y te serviré!». Llega a Jamaica, se encuentra con su mujer e hijitos, los pobres, ¡en la quinta miseria! Los cubanos que allí residían, hombres mal agradecidos, que fueron incapaces de levantar un dedo para defender la causa de la patria; muy lejos de ayudarlo, lo atacaban con todo tipo de calumnias, acusándole ser el culpable del Pacto del Zanjón, de haber aceptado el soborno español y quien sabe de cuántas otras barbaridades. Allí, él y su cuñado fabrican una casita de paja y por un tiempo se alimentan sólo de mangos. Orgulloso en su pobreza, toma el arado y el azadón para buscar con que sostener a su familia, y como diría él mismo «pagar las habas que el burro se comió» . Se dedicó a la siembra de tabaco, logrando exiguamente mejorar su situación económica. Entonces, por el mes de enero de 1879, el Presidente de la República de Honduras lo invita a su país y le ofrece que se incorpore al ejército de esa nación con el objeto de organizar dichas fuerzas, para lo que le otorgó el grado de General de División con un sueldo mensual de 60 libras esterlinas. Mas su infortunio no termina, ya que la paupérrima situación económica que atraviesa Honduras en 1884 lo obliga a vender todo «a precio de quemazón» y a abandonar ese país con rumbo a Nueva Orleáns, a donde, el 9 de agosto, llega acompañado del General Antonio Maceo. Organizó un club revolucionario al cual se unieron todos los cubanos sin recursos que eran los únicos dispuestos ya que los pudientes, como suele ser, ni se le acercaron. Razón tendría nuestro Apóstol al decir «Con los pobres de la tierra quiero yo mi suerte echar». El 9 de septiembre parte para Cayo Hueso donde arribará el día 18 y recibirá gran acogida, logrando organizar la «Sociedad de Beneficencia Cubana», organización pública destinada a recaudar fondos para la Revolución, y un club secreto, pero con el mismo propósito, compuesto de los hombres más pudientes. De ahí pasó Nueva York y a Filadelfia, organizando pobres grupos revolucionarios, pues en estos lugares los cubanos de dinero tampoco dijeron presente. De veinte cubanos acaudalados con quienes se entrevistó sólo uno aportó la cantidad de 50 pesos. Después de 20 años de ausencia pisa suelo dominicano, bajo el seudónimo de «Manuel Pacheco». Gobernaba entonces Ulises Heureaux «Lilís». Se reúne con su gran amigo el General Gregorio Luperón, muy afecto a la causa cubana. Llegó en busca de ayuda y, sí, la recibió, pero terminó preso y deportado del país. Yendo a carenar a Panamá, nuevamente realiza trabajos de peón hasta regresar a Jamaica al lado de su familia, en febrero de 1887, sin haber dejado de conspirar ni un solo día.

Después de haber andado tantos caminos y veredas, agotado y decepcionado por la falta de patriotismo entre la mayoría de los exiliados a donde quiera que llegase; por la indiferencia que se le brindaba a un hombre que había combatido durante 10 años consecutivos contra viento y marea, sin otra aspiración que liberar de la esclavitud, tanto al negro como al blanco, en una patria que él quiso hacer la suya, pero, que al fin y al cabo no era su suelo natal, a un hombre que amó a Cuba más de lo que la amaron la mayoría de sus hijos nativos, quien pudo enriquecerse pero que su honor fue muy mayor que su necesidad, quien sufrió todo tipo de vicisitudes y se las hizo sufrir a su familia, que terminada la guerra continuó su labor revolucionaria, en muchos instantes, a expensa propia; decidió retirarse a su pequeño Baní con la esperanza de que los cubanos se llenaran de amor propio y se decidieran a organizar nuevamente la contienda, para que le avisaran, pues él siempre estaría dispuesto.

El autor en la casa museo del
Generalísimo en Montecristi, República
Dominicana.

El 11 de septiembre de 1892 llega a La Reforma, Montecristi, el Delegado del Partido Revolucionario Cubano, José Martí y Pérez y conferencia con el viejo caudillo. Al proponerle la jefatura del nuevo Ejército Libertador le dice «Sólo le puedo ofrecer el placer del sacrificio y la casi segura ingratitud de los hombres». Resucita La Revolución. «El Viejo», con sus brazos y su corazón siempre abiertos para Cuba, se entrega al Apóstol y, finalmente, después de 2 años de intensa preparación y fracasos, en la madrugada del 1º de abril de 1895 se hacen a la mar en una frágil embarcación, acompañados de: Francisco Borrero, Ángel Guerra, César Salas y, el dominicano, Marcos del Rosario. Este último, hombre de la suma confianza de Gómez.

«El Viejo», a los 60 años de edad, nos brinda el ejemplo. Da la espalda a la tranquilidad del hogar y de su familia, lanzándose hacia un destino incierto, para acatar con lo que consideraba ser su deber. Cuba era su novia, había dicho una vez, tenía que cumplir su palabra de honor. Después de libre, Cuba fue su mujer.

Dedicó toda una vida a la causa cubana, nos enseñó a pelear por nuestra patria y nos enseñó a amarla. Convirtió a un grupo de campesinos indisciplinados en lo que luego llamó «el ejército más heroico y entusiasta de América». Fue, sin dudas, nuestro MÁXIMO líder, nuestro libertador. Si Martí fue el pensamiento puro y Maceo la pura acción, Máximo Gómez fue «el pensamiento puro puesto en acción».

En un momento que la libertad conquistada se vio en peligro por la incomprensión de los apasionados, desde la cumbre con sus muy merecidos laureles exclamó «Nada se me debe». Y al serle sugerida la Presidencia de la República, contestó «Prefiero libertar a los hombres que tener que gobernarlos» .

Hoy te damos, pues, las gracias más profundas Baní, pedacito de suelo dominicano que tuviste el privilegio de ver nacer a quien nos honrara tan sobremanera con su presencia en nuestra historia y que aún vive entre nosotros y nunca morirá. JAMÁS LO OLVIDAREMOS GENERAL.